Apenas una veintena de jirafas y otras tantas cebras y antílopes forman el legado dejado atrás en Calauit por el fallecido mandatario filipino, que para que su proyecto pareciera más real ordenó expulsar a parte de los moradores y talar los bosques de caña de bambú.
Esta reserva que hace 35 años pretendió convertirse en un modelo para la adaptación de la fauna africana en el Sudeste Asiático, es hoy el prototipo de zoo que condena a los animales a muerte por su falta de aclimatación a un entorno hostil sobre el que pende además la amenaza de la caza ilegal.
El dictador, fallecido en 1989, y su viuda, Imelda, siempre sostuvieron que su único propósito fue salvar a los animales de la sangrienta guerra civil que se libraba en Kenia durante aquella época.
Sin embargo, con el paso del tiempo ha cobrado peso que el fin real fue hacer un buen negocio con la organización de safaris para filipinos e invitados de alcurnia en este hábitat de 38 kilómetros cuadrados.
A bordo del "arca de Noe" fletado en 1977 arribaron a la isla un total de 15 jirafas, el mismo número de cebras, doce gacelas, casi veinte impalas y varias especies de antílopes que convivirían con unos cuantos ciervos autóctonos en peligro de extinción.
"Nunca nos planteamos traer depredadores porque el espacio es demasiado reducido", explica a Efe Froilán Sariego, administrador de este parque en el que comenzó a trabajar nada más ser inaugurado.
Después de más de tres décadas, no queda ni rastro de los antílopes, las gacelas y los impalas, que fueron muriendo al disputarse un hueco para poder subsistir.
"Las primeras en desaparecer fueron las gacelas, no pudieron procrear porque peleaban con los impalas por el hábitat. La isla era demasiado pequeña para los dos", explica Sariego.
A continuación, cuenta el empleado de la reserva,"desaparecieron los topis, que son unos antílopes similares a una cabra pero más grandes. Solían jugar con las crías de cebra, pero los juegos resultaron ser demasiado violentos porque las cebras tienen más fuerza y muchas crías murieron".
La última especie en desaparecer fue el impala, a causa del acoso de la gente que en los últimos años se asentó de nuevo en la isla de forma ilegal y vio negocio en la caza y venta de la carne de los animales.
Otros moradores los cazaron para, simplemente, decorar sus chozas con la cornamenta, apunta Sariego.
Una treintena de antílopes compiten ahora por el espacio con cientos de ciervos, mientras que las 44 cebras y las 19 jirafas que sobreviven se destinan al deleite de los cerca de cinco millares de visitantes que llegan hasta esta isla cada año.
"Los animales que hay han nacido en Calauit", comenta con orgullo Florante, uno de los guías del parque, que cuando se inauguró tenía unos 300 empleados y hoy sólo una treintena.
"Ni siquiera tenemos veterinario permanente, es difícil convencer a alguno con el bajo salario que ofrece el Gobierno", se lamenta Sariego.
Un puñado de turistas a bordo de una camioneta desvencijada contempla con alborozo cómo las cebras holgazanean en la llanura de hierba seca salpicada de árboles a los que han recortado para intentar darles el aspecto de jirafas, aunque más bien parecen hongos.
Agudizando mucho la imaginación puede parecer una reproducción del paisaje keniano, aunque más por descuido que por voluntad de los gestores de esta reserva, que lleva el mismo camino que siguieron los animales que Marcos ordenó traer de África.
"Tenemos que dar algún estímulo para que vengan más turistas porque si no el parque es inviable, ahora mismo no es sostenible económicamente", se lamenta Sariego.
Fuente: El Informador
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